“El ruido eran las leyendas urbanas de la infancia; la gárgola del parque municipal que encendía los ojos en la oscuridad, las naves espaciales que creímos ver desde los sitios baldíos, la imagen de la casa del astrónomo llena de maleza y pastizales, abandonada, cuidada por perros a los que quizás quién les daba de comer. El ruido era el fantasma de ese campesino que se había ahorcado de amor en ese paradero de micro. El ruido venía del paso de las zapatillas gastándose en las calles de tierra, esas zapatillas que eran imitaciones chilenas, zapatillas de caña con cuero falso y cuyas suelas terminaban destruyéndose, devoradas por el uso. El ruido era una especie de radiación que provenía de los afiches de los conciertos, casi todos hechos a mano, donde los diseñadores –que no eran tales, que eran apenas escolares buenos para el dibujo- trataban de remedar los logos de las bandas, volviendo ilegible cualquier tipografía”.
Ruido, de Alvaro Bisama, página 114.